«Mientras me aplaudan, yo seguiré cantando», decía Vicente Fernández fallecido este domingo Día de la Virgen de Guadalupe, santo de mi tía Pipi. En cada concierto esa frase era un acicate a la vez que un reto, tanto a las propias capacidades como a la tolerancia del público que lo admiró y siguió por más de cincuenta años de carrera, aun cuando había comenzado once años antes, en 1960.
La ley del monte, tanto la película —que no es otra más que la segunda versión del filme Historia de un gran amor, de las predilectas de mi Coneja, adaptación de la novela El niño de la bola de Pedro Antonio Calderón y protagonizada en 1942 por el ídolo Jorge Negrete— como la canción tema de 1971, hicieron saltar a la fama a Chente y aumentó su popularidad como ha ocurrido a pocos y lo llevó a grabar mucho más que en la penca de un maguey, directamente en los corazones de muchos de nosotros, los nombres de nuestros amores.
Acá entre nos
Para mi madre y su gusto personal, Chente era su "carnoso", como lo calificaba siguiendo la ocurrencia clasificatoria de mi tía Raquel, prima hermana de mi padre cuando se trataba de señalar a aquellos varones que le resultaban atractivos por uno o más motivos. "Carnosos", porque a sus ojos eran suculentos en su virilidad y se antojaba hincarles el diente como a un buen filete, no por "machos", sino por machos, dicho esto chauvinismos aparte. De ahí que yo a mis musas atléticas, ojiverdes, de figura estilizada, cabellera castaña rojiza, de sensual voluptuosidad, voz ligeramente ronca, las llame a mi vez mis "carnosas", sin que ello implique misoginia.
En el caso de mi madre, no era la relativa galanura tosca del campirano, o la voz aguardentosa, o la potencia de voz lo que la hacía vibrar. Era, como ella explicaba, un conjunto que se sintetizaba en una personalidad. Era, en cierto modo, la encarnación de ese imaginario femenino del varón feo, fuerte, formal que, aun con sus devaneos, es leal y fiel en esencia, cortesano dispuesto a partirse el lomo por su familia, a arrostrar al infierno por su amada idílica o su pueblo, caballero andante en pos de un ensueño. Puestas las cosas de tal manera, incluso cuestioné si mi papá había caído en esa categoría, aun con su estatura menuda. «Tu papá se cuece aparte; es otra historia», me llegó a decir. Y de ahí también que no viva yo casado ciento por ciento con el ideal de mujer, aunque no ha sido fácil hallar el justo medio que me saque de mi soltería y, ya a estas alturas, cada día se ve más cerca de lo imposible
Y en esto del gusto de ella era más que solo el tema de la voz, sino una apreciación más compleja y, lo hablé muchas veces con ella, tiene que ver con una evolución musical y cómo la industria y los artistas van surgiendo y adaptándose a los gustos del público.
La escuela y educación musicales era distinta en los años de Jorge Negrete y Pedro Infante o Luis Aguilar, como lo fue luego con Javier Solís y José Alfredo Jiménez, (por cierto enamorado de mi abuela) y Cuco Sánchez; no podía ser menos con Juan Gabriel, Vicente Fernández y Antonio Aguilar (junto con Manuel López Ochoa paso intermedio entre la generación de Javier Solís y Chente).
¡Claro que son otra cosa los descendientes! No puede ser el mismo sonido por las mismas razones. Y ocurrió igual con las mujeres, no es igual escuchar a Lucha Reyes, aguardentosa, pituda, potente y sin escuela, que a Lola Beltrán, Lucha Villa (el amor platónico de mi papá), La Tariácuri o Aída Cuevas o Astrid Hadad, por mencionar a unas pocas junto a unos pocos.
Qué de raro tiene, el campo en mi familia
Yo crecí con un especial gusto por la música campirana, ranchera por causa de mi abuelo paterno, zacatecano nacido en El Plateado, y comprendo y respeto lo que dicen algunos sobre la calidad vocal de Vicente Fernández calificándola, por decir lo menos, de estridente cuando no llorosa según si el intérprete, más que cantante solo, echaba todo el chorro de voz o nada más la modulaba atenuándola. En cierto modo puedo acompañar algunas de tales apreciaciones de crítica musical; sin embargo, si a la voz sumamos la personalidad, el alcance, la popularidad, ya no se hace tan fácil emitir un juicio.
Calificar la belleza parte de fundamentos subjetivos, aun cuando podamos argumentar de forma objetiva incluyendo elementos que expliquen, como los que podríamos agregar de orden sociológico alrededor de las causas del surgimiento y la proyección e identificación de las voces de tales celebridades. Pedro Vargas resultaba muy engolado, y aún así hasta Frank Sinatra admiró sus capacidades.
Mientras Negrete, Infante y Solís suponían una imagen romántica del campo, una ficción potente pero aterciopelada de las durezas de la provincia o de la absorción citadina, la voz tosca de Vicente se justificaba por la época en que surgió, mediados de los setentas, cuando la inmigración y la emigración se acentuaron del campo hacia las grandes ciudades y hacia el país vecino al norte, era una voz que conectaba con una dolorosa realidad campesina de abandono, desesperanza y desilusión, porque la repartición agraria había resultado en una falacia para muchos indígenas y jornaleros convertidos en obreros "milusos", porque muchas tierras eran poco fértiles y sin apoyo gubernamental no había manera de hacerlas producir, razón entre muchas por las que parcelarios y ejidatarios optaron por enajenar sus propiedades cediéndolas a la voracidad de inmobiliarias fraccionadoras, haciendo realidad las advertencias que ya en el teatro nos habían hecho Rodolfo Usigli con El Gesticulador o Felipe Santander con El Extensionista.
La de Chente no se trataba nada más de una voz encantadora, subyugante para las féminas. No era solo la del bronco afianzado al machete y la pistola, ni la del lloroso abandonado a los devaneos sórdidos de las cantinas y los lupanares, o la del mariachi extraído del estereotipo cultural.
La voz de Fernández me conecta con aquellos viajes de carretera, cuando nos acompañaba mi abuelo y su mirada se perdía en el panorama como la vista de quien quiere perderse entre los surcos, empolvarse con la tierra olorosa, andar entre las vacas, caballos y demás fauna granjera, sentarse a la sombra de un azufaifo o de un chopo o una higuera y, mordisqueando una pajilla, confundir el pensamiento con el horizonte y los sueños con las traviesas nubes haciendo corrillos en la inmensidad del cielo. Me conecta con mi viejo como a él con el suyo y así hasta el infinito, siguiendo esa genealogía basta de silencio y tiempo.
Lo que hace ídolo a un personaje, ya de ficción o tomado de la realidad como héroe o celebridad, no es la voluntad de un escritor o la visión de negocio de un productor, ni siquiera la fortuna, las aventuras, la fama o la infamia o un decreto presidencial, sino la forma como, críticas y críticos aparte, su esencia trasvasa, permea la capa sutil de la piel que conforma a la sociedad, al pueblo, a cada uno de nosotros dejando cicatrices no en el cuerpo tanto como en el alma, cicatrices que son huellas de que nadie se va del todo ni para siempre.
Y quiero dejar claro que no he pretendido hacer con esta publicación un vulgar obituario múltiple, recordando al recientemente finado intérprete o al hombre, o incluso a mis particulares ausencias y pérdidas familiares. Solo he buscado acariciar el fango de los recuerdos y, en la medida de mis limitaciones traer a cuento al amor de mis amores de la mano versátil de un Chente que además tuvo la sensibilidad de cruzar los géneros sin enlodar las ancas de la libertad interpretativa, amante como era de esos seres miríficos que son los caballos.
Así, este aplauso eterno lo hará demostrar de hoy en adelante la incansable voz que le caracterizaba y, al menos para mis oídos como los de tantos en el mundo, le hará volver, volver, una y otra vez desde, hacia y hasta el corazón. Dice la conseja popular que la muerte siempre viene por tres, del mismo giro, de la misma condición. Esta semana se llevó a la actriz y cantante Carmen Salinas y al ídolo Vicente Fernández, falta uno de la misma extracción y proyección populares. ¿quién será?